27 de febrero de 2008

Marha Perotto (Cuento)

PUERTAS ABIERTAS

El desierto calcinado por el sol. Una larga fila de carretas, un doloroso gusano que se retuerce para seguir la huella. La gente que trae hace pesar más los carros con su carga de dolores, de sueños, de esperanzas.

Pesan las carretas y pesa el día. El mismo paisaje se desliza a los lados, al frente, atrás. Como si en cada paso no hubiera avance y se caminara siempre para quedar en el mismo sitio.

La vieja del cigarro guía la carreta como un hombre, a grito y látigo. A puro puño sujeta las riendas y guía las mulas. Sabe que se ha ganado el respeto de los gauchos que se mueven a caballo por los flancos.

A cada salto en las desigualdades de la huella, suena un grito bajo la precaria lona. Hay una mujer joven que va a dar a luz.

El paraje es peligroso; hay que llegar a la posta. La mujer lleva ya un día de dolores de parto.

Para todos, ese sufrimiento es como el viaje: no se le ve el fin. La mujer, dulce y frágil, ha abierto un resquicio de ternura en el corazón endurecido de la vieja, para ella y para el que va a nacer.

- ¡Hembra habrá de ser! Hay demasiado macho por estos lados. - se dice entre una pitada y un salivazo.

- Es mucho hombre usté, doña Soledá.

- Mucha mujer, m'hijo, que se hizo fuerte porque ustedes no apechugan con lo que les toca.

Eso lo dice pensando en la chica de la carreta, preñada y abandonada a su suerte; que se coló en la caravana ocultando su embarazo.

Y ahora... el jefe no quiere detenerse en un lugar peligroso ni por la vida de ella ni por la del niño.

"¡Adelante!" "¡Arre!" "¡Vamos!" es la única consigna válida, la única razón de ese camino: llegar.

Ante un grito más desgarrador, la vieja llama:

- Eleuterio, conducí vos.

Él, que anda siempre cerca, ata el caballo al carro y sube al pescante. Toma las riendas. Las mulas notan el cambio de manos y aflojan algo.

- Manténgalas, amigo, v'ía ayudar a la chica.

- Vaya tranquila, doña Soledá, no seré como usté, pero me laj` arreglo.

- ¡Menos charla y más fuerza! - y se desplaza al oscuro interior lleno de polvo y olores diversos, pero no más fresco.

- ¿Qué pasa, m'hija?

- No quiere nacer... debe saber lo que le espera.

- Dame la mano, ¿qué sabís vo? ¿Conocés la cordillera?

- No - se retuerce - cuénteme de nuevo. ¿Cómo es?

- Verde, lleno de árboles y con agua por todos lados.

- ¿Y las montañas?

- Son altas y tienen la punta blanca... por la nieve, ¿sabís? Es fresco... La tierra es negra, y se te deshace entre las manos.

La mujer vuelve a retorcerse. Es un dolor largo y profundo que separa los huesos y abre camino para el nacer.

- Se hace muy duro, doña Soledad, se hace muy largo.

La vieja se enternece frente al dolor de la chica y piensa, en su sabiduría que procede comparando, que los partos se destraban cuando se franquean las puertas, cuando se abren las cerraduras; pero ahí, en esa pampa abierta, no hay puertas, sólo espacio. Y rumia, mascando su cigarro, en los misterios de la vida y de la muerte mientras humedece la cara transpirada de la mujer; cuida cada gota de agua como si fuera un tesoro.

Y de golpe lo ve clarito: el desierto es una puerta gruesa y dura que hay que cruzar... y la otra puerta está en la cabeza de la chica, que sufre por traer al mundo un hijo "fuera de la ley". Y se le antoja que si esas puertas se abrieran, también se abriría la puerta del cuerpo y el niño nacería sin problemas. Y pone en práctica su solución. Le habla como nunca lo ha hecho antes en esa tierra parca y le hace ver lo abierto del futuro y la esperanza. Parece que la joven, entre ayes de dolor, no le atiende, sólo parece. A través de las palabras, la vieja transforma la realidad. Y la fuerza de sus manos pasa a las de la otra; se percibe como el coraje le va penetrando en la sangre para que las puertas se abran.

Los gauchos se desatan en una carrera festiva cuando el llanto del niño sobrepasa las fronteras de la lona. El alivio de la madre se contagia y rueda de carreta en carreta hasta llegar a los que guían la tropilla al fondo y las nuevas vuelan por el aire lleno de polvo y de sudores.

La vieja, en la parte trasera de la carreta, acuna al recién nacido. Y ante la muda pregunta de los jinetes, les anuncia:

- ¡Hembra! - y muerde con orgullo su cigarro.


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