A la Escuela de El Turbio
Navegar por el lago Puelo puede ser una bendición o un suplicio. Esto último si uno dispone de una embarcación pequeña, del tipo del “Frontera” de sólo cuatro metros sesenta de eslora. Cuando la superficie del lago se pone encrespada, al ir navegando la proa apunta al cielo o se dirige a las profundidades en un ciclo que descompone el estómago del más templado. Uno puede poner el motor a pleno, para que la embarcación evite las ondulaciones de la superficie y vaya velozmente a las cachetadas saltando de una cresta en otra. Bajo esas condiciones de navegación, los discos de la columna vertebral suplican de rodillas que se disminuya la velocidad porque no se resiste el golpeteo duro del fondo del bote sobre la cima de las olas. Por otra parte, surge la preocupación “¿Hasta cuándo aguantará el casco?” y de inmediato conecta con la fantasía macabra de un bote partido por la mitad, y sus ocupantes descendiendo ciento setenta metros hasta aposentarse en los sedimentos del fondo del lago. “¡Para qué habré abandonado la tierra firme!”
Nuestra última navegación, por suerte fue de las placenteras.
Lago tranquilo
Saliendo del muelle del Parque Nacional, en línea recta hasta el muelle de la Seccional El Turbio, son unos dieciséis kilómetros. Eso si uno va en línea recta por el centro del lago. Pero navegar por el centro del lago es como volar a treinta mil pies de altura y mirar para abajo: Desde el avión la tierra está inmóvil, y desde el bote la costa no dice nada. En cambio, ir bordeando la orilla es descubrir su fisonomía: Una playita, el grupo de árboles muertos, la resaca, una pared de roca que cae a pique, el arroyo que llega atolondrado en una cascada… Por fortuna, ausencia de signos humanos. No hay casas ni muelles, no se ve tierra labrada ni árboles implantados.
La derrota costera hasta el nuevo muelle de la seccional El Turbio puede insumir unos treinta o cuarenta minutos de navegación recorriendo un poco más de veinte kilómetros.
La población actual de ese paraje viene de bastante tiempo atrás, mucho antes de que se creara el parque y el área protegida. Era la época en que nadie venía a la Patagonia, y que desde el punto de vista geopolítico eran muy bienvenidos los argentinos que quisieran poblar la zona de frontera. Sin embargo los primeros pobladores vinieron desde Chile, no para enarbolar la bandera de la estrella, sino para conseguir un pedazo de tierra que les permitiera vivir. Sus descendientes, hijos y nietos son argentinos. ¿Pioneros o devastadores? Probablemente los dos adjetivos le cuadran a quienes se asentaron en la primera mitad del siglo XX, talando y quemando bosques, apropiándose del hábitat de la fauna autóctona que ahora tanto nos preocupa.
Había que sacrificarse en aquella época, pero ¿Era necesario dar por tierra con alerces y cipreses? Para dar lugar a praderas que alimenten vacas y ovejas, con el consiguiente éxodo de huemules, pudues y otros pobladores menores. En la actualidad los residentes cuentan con una autorización para ocupar el sitio y mantener sus animales. En teoría, no pueden aumentar sus construcciones ni tener más animales. También en teoría el beneficio de “poblador reconocido” se extinguiría con la vida del beneficiado. No habría transmisión hereditaria. Sin embargo, nadie se anima a echar a los descendientes de los primitivos pobladores cuando éstos mueren. Por otra parte ¿Qué haría el Estado después de haber desalojado el área? Cuando hay tantas materias pendientes en los sectores adonde nunca incursionaron los pobladores…
Aquí nomás, del otro lado de la cordillera Donald Tompkins y su The Conservation Land Trust, en el parque Pumalín de más de 300.000 hectáreas implementaron la práctica de aceptar los residentes históricos, y ayudarlos a que desempeñen una actividad que les permita vivir, respetando el espíritu conservacionista del parque. Se puede filosofar mucho acerca de las políticas, pero lo que no se puede negar es que cuando uno atraviesa el parque Pumalín, surge una sensación de respeto que no se tiene en muchos de los parques nacionales de Argentina.
El muelle de arribo corresponde a la Seccional El Turbio del Parque Nacional Lago Puelo. Lorena es la guardaparque de ese sector, y única pobladora en, por lo menos, un kilómetro a la redonda. Nos da un planito y agrega sus instrucciones para tomar el sendero de la escuela.
Comienza el sendero
Salimos entonces del puesto de Lorena, que se encuentra cerca de la costa, ascendiendo por una pendiente breve y empinada, que nos conducía hacia un bosque muy maduro de coihues. Tal como ella nos advirtiera, después de una media hora de caminata, nos encontramos con el cruce del arroyo Pedregoso (Uno más de los tantísimos arroyos pedregoso que hay en la zona) La pasarela había sido construida por los alumnos de la escuela. Las relingas principales parecían estar en buen estado, y las tablas del piso se veían sólidas. Única duda: Los extremos de las relingas no se afirmaban en pilares, sino en un par de ejemplares de coihue, especie que cede con frecuencia cayendo al piso, pero no era lo que parecía suceder en esta oportunidad.
Tal vez para evitar una eventual demanda, las autoridades del parque colocaron en ambos extremos un gran letrero “PASARELA CLAUSURADA” Lorena ya nos había advertido de ese letrero, porque la obra de los chicos no había sido sometida a ningún tipo de pruebas. Por su parte, los autores de la obra, con todo orgullo habían puesto otros letreros “Obra de los alumnos de la escuela 186” Y alguien, con sentido práctico fijó otros letreros “Cruce de a uno por vez – No hamacarse”
Pasarela colgante de los coihues
La alternativa era seguir el curso del río aguas abajo, y cruzar por un vado, pero estaba garantizada la mojadura por lo menos hasta las rodillas, y el agua (Poco tiempo atrás, hielo) parecía estar muy fría.
Casi una hora después del cruce del Pedregoso, se llega a una planicie abierta.
El valle se abre de modo generoso, y sin duda fue ese el motivo por el cual los pobladores decidieron arrasar con el bosque y echar animales a pastar en las gramíneas que rápidamente poblaron ese pequeño llano.
No hay pueblo ni caserío. El único edificio público es la escuela. La media docena de familias que habita la zona, está dispersa según fueron asentándose y delimitando sus pasturas. Se ven vacas, ovejas y caballos, hermosos caballos. Agricultura prácticamente nada, solo unas pequeñas huertas que se destinan al consumo local, porque tan lejos de los mercados, no se justifica el viaje hasta la feria.