UN PIONERO DEL SETENTISMO, O COMO POR FIN CONOCÍ A LA MÍTICA CUBA
Matrimonio Kirchner mediante, hace algunos años se instaló entre nosotros la expresión “setentismo”, aludiendo a una generación, en la que me incluyo, que creía en el socialismo como una alternativa esperanzadora para nuestra patria, el régimen que nos permitiría combatir la injusticia, la postergación y el hambre del pueblo.
En esa perspectiva, Cuba y su particular experiencia socialista eran una especie de faro, un ejemplo de coraje y resistencia, un modelo a imitar para todos los que teníamos sed de justicia y ansias de vivir en una sociedad igualitaria.
Los tormentosos tiempos que siguieron después, cubrieron ese sueño con un espeso manto de oprobio neoliberal; más, allá en lo más hondo del corazón, siempre alentó una pequeña llamita de admiración por ese puñado de isleños que sostenían porfiadamente su derecho a autodeterminarse, a resistir el huracán globalizador.
Allá por el año 99, tomé contacto casualmente, a través del correo electrónico, con una poetisa cubana. Después de un formal intercambio de mensajes literarios, se me ocurrió preguntarle sobre aquellas cuestiones que nos desvelaban en aquellos años de la década del setenta: cómo es el socialismo, cómo funciona, cómo se arreglan, son ciertas las maravillas y las miserias que se cuentan sobre Cuba. (Según quién sea el que las cuenta).
Entonces ella me dijo: mira Daniel, si quieres saber cómo somos y qué hacemos, vente para acá y velo con tus propios ojos. Y me dije ¿por qué no? Aproveché aquella legendaria paridad de 1 a 1 con el dólar norteamericano, saqué un crédito, y allá me fui!
Como vivo en El Bolsón, empecé a indagar sobre las alternativas existentes para llegar hasta La Habana, y me encontré con sorpresa que el pasaje aéreo era más barato desde Santiago de Chile que desde Buenos Aires; como sucedía lo mismo con el viaje en bus, opté por embarcarme en Santiago y de paso conocer, aunque fuera a vuelo de pájaro, algo de nuestros vecinos trasandinos.
Y finalmente, pasaporte, visa y pasaje en mano, arranqué el 28 de diciembre de 1999; ómnibus hasta Bariloche, ómnibus a Osorno y otro hasta Santiago, con todo un día para recorrer esta capital. Me impresionó por lo bella y prolija, un poco agitada por una campaña electoral presidencial, y un detalle: ¡el subterráneo tiene ruedas de goma! (¿Y, Buenos Aires, para cuándo?).
El 30 de diciembre, a las cuatro de la mañana, ya volaba, por una compañía panameña, hacia La Habana, previa escala en Ciudad de Panamá. ¿El vuelo? Realmente impecable; puntualidad, comodidad, atención a bordo, todo diez puntos. Tercer día y segunda capital latinoamericana, que me gustó menos. Fueron unas diez horas entre avión y avión, que aproveché para pasear, comprar ropa y cambiar cheques de viajero por dólares (se saben las dificultades al respecto que existen en Cuba, así que por las dudas decidí ir con dinero efectivo).
A las seis de la tarde, nuevamente el avión, y a eso de las diez de la noche ya salía del imponente aeropuerto habanero hacia la fila de taxis (¡tomá el Panataxi, me había recomendado mi amiga Claudia en El Bolsón, los otros cobran muy caro!). Después de una hora y de once dólares, tal como me habían anticipado, llegué al barrio de Nuevo Vedado a casa de Doña Fefa, una amable ex diplomática para quien llevaba correspondencia de su entrañable amiga argentina, y que gentilmente me alojó en su casa.
El 30 de diciembre, por fin, ya la última etapa del viaje: terminal de ómnibus de la capital, abordamos vetusta guagua y salimos hacia Santa Clara… momentito, todavía no, primero pasamos por la terminal ferroviaria para esperar durante más de una hora ignotos pasajeros, escuchamos los pregones de vendedoras ambulantes y ahora si, con dos horas de atraso y, autopista mediante, recorremos los 300 km. que median entre La Habana y Santa Clara, ciudad histórica que fue escenario de los últimos episodios de la Revolución, con el Che Guevara al frente.
Cerca ya de la casa de mis amigos Jesús y Mariana, un pequeño desengaño: el río Cubanicay, que atraviesa la ciudad y que yo me imaginaba “lo que se cifra en el nombre”, diría Borges, transparente y cantarino, es en realidad sucio y maloliente, sin nada que envidiarle a nuestro ínclito Riachuelo. Y provocando la mordacidad de los choferes habaneros (sobradores como buenos capitalinos), que alababan el malecón de Santa Clara… apretándose la nariz con los dedos.
Y entonces si, el 31 de diciembre, el ansiado encuentro con mis amigos en su “apartamentico” de Reparto Sandino, muy cerca del coqueto estadio municipal de béisbol de Santa Clara.
Siguieron quince días inolvidables, abrumado en todos los momentos por la cordialidad, el afecto y el don de gentes de los cubanos, siempre alegres, poniéndole la mejor cara a las duras privaciones que padecen. Jesús desatendió por unos días su trabajo para guiarme en una recorrida exhaustiva por su ciudad, que tiene un casco céntrico colonial, con sus típicas calles angostas y diseño cuadriculado. Es notable el orden en el tránsito, ya que cada esquina tiene carteles que indican quién tiene prioridad de paso y quién debe frenar; además, antes que los autos tienen precedencia las bicicletas, y todo esto se respeta a rajatabla.
En ese sector hay una callecita peatonal adoquinada, que le llaman el “boulevard”, muy frecuentado por el turismo, con sus fachadas de estilo colonial bien preservadas por las autoridades. Aquí se concentra el comercio, ya sean las tiendas “de a peso”, en las cuales circula el peso cubano, en general muy desprovistas de mercancías, como las “TRD” (Tiendas recaudadoras de divisas), que son pequeños supermercados con mercadería importada de todo el mundo y dónde sólo se acepta el dólar como moneda de pago. Y por esos años, junto a hermosos restaurantes de estilo local, empezaban a aparecer ramplones “fast food”, con comida chatarra para el turista vulgar.
Vi el imponente monumento al Che, con el mausoleo que guarda sus restos y los de otros compañeros de armas, impresionante en su austeridad de piedra y madera. No puedo olvidar la plaza-museo del Tren Blindado, que recuerda uno de los últimos episodios revolucionarios, con el bulldozer que obstruía las vías y los vagones transformados en museo alusivo.
Santa Clara tiene hermosos edificios, como el de la estación ferroviaria y todos los que rodean la plaza central, donde se destaca el teatro “La Marquesina”. Conocí varios “cabarés”, como ellos llaman a las confiterías bailables, con una connotación distinta a la que nosotros le damos a la palabra. En este punto, me impresionó un rasgo propio del amor por la música que profesan los cubanos: todos, pero todos los locales públicos, desde el bar o cafetería más humilde hasta el cabaré más empingorotado, tienen músicos en vivo. Tuve oportunidad de ver, desde cafetines con cinco mesas, con un cantor acompañándose con guitarra, hasta el cabaré más grande de la ciudad con escenario y un show completo, con dos orquestas, cuatro cantantes y cuerpo de bailarinas, todo de primer nivel. Por último, mis amigos me llevaron a “El Mejunje”, una especie de café literario donde se reunían los artistas, músicos y poetas, para declamar, cantar o bailar libremente, o simplemente disfrutar de la tertulia. Por ese entonces una curiosidad, se animaban a aparecer públicamente allí los primeros travestis, señal de una alentadora brisa de tolerancia por parte del régimen.
Y como todo en esta vida, lo que empieza termina, así que después de quince días de sentirme como en casa, abrumado por el afecto de esas gentes maravillosas, retorné a La Habana y estuve tres días como “turista normal”, disfrutando de las hermosas playas de Cayo Largo, un puñadito de islas coralinas perdidas en la inmensidad del Mar Caribe, con sus típicas playas de arenas blanquísimas y mar turquesa. Cual moderna Babel, tropezaba a cada momento con canadienses, españoles, franceses, uruguayos, y por supuesto conspicuos argentinos, que en todas partes nos hacemos notar…
En la última noche que estuve allí, tuve la suerte y el honor de compartir la cena con la exquisita actriz Marta Bianchi, con quien aproveché la sobremesa para expresar mis impresiones sobre los días vividos. Con ella, que también simpatizaba con la gesta cubana, coincidimos en un cierto desencanto y leve tristeza por la suerte de ese magnífico pueblo: realmente, no merecen vivir en condiciones tan precarias, con carencias de las cosas más elementales; pero sobre todo sin poder hablar, sin poder acceder a Internet, sin poder salir libremente de su país.
Conversando con mis amigos, les manifestaba mi preocupación acerca del futuro post Fidel de esta entrañable isla, Cuba no existe, es una burbuja extraña en este mundo global, y más pronto que tarde el mundo global le va a pasar por arriba, posiblemente cuando ya no esté ese factor cohesivo que representa Castro; es mi deseo ferviente que, en esa inexorable integración al mundo, los cubanos sean lo suficientemente inteligentes para no perder todos los grandes logros que alcanzaron con la revolución, traducidos en sus excelentes servicios educativos y de salud: me sorprendió comprobar el altísimo nivel de instrucción de la población, prácticamente todos han cursado la secundaria y muchísima gente tiene título universitario.
Ojalá que así sea, y que mis queridos amigos puedan también ellos viajar y conocer nuestra tierra
DANIEL A. ANDREASSI